Juan
Antonio García Solera |
Trayectoria
profesional Profesional career |
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Javier García-Solera Alicante, marzo de 2000 |
Hay un
bello texto de Juan Ramón Jiménez que habla del trabajar. Del trabajo
como disfrute, como pasión. De la gran revolución (la mejor posible
según Juan Ramón) de conseguir esa relación en todos los casos.
"El trabajo gustoso" (así lo titula) dignifica al hombre, lo
ennoblece.
¿Y el aprender?. ¿Cómo sería ese aprender?. Alejandro de la Sota decía: "creo más en la convivencia con quien sabe, que cuando éste enseña. La enseñanza instituida no parece tan eficaz. Mejor cuando uno busca, encuentra, convive con el maestro". Así aprendí, así me enseñaron. |
EL
APRENDER GUSTOSO Aquellos años, los primeros, los recuerdo casi como los mejores: mi padre en el estudio de Ramón y Cajal y los hermanos, con frecuencia los cuatro, por allí, en las mesas de los delineantes. Mi padre en su despacho con su rebeca parda -la vieja, la cómoda, la de los sábados- y la puerta abierta para estar al tanto de nosotros. Al fondo, bañado por la luz amarilla de su lámpara (nunca le he visto usar flexo, ni paralex, ni mina dura) él dibujaba tranquilamente, en absoluto silencio: con lápiz y rotuladores, con escuadra y cartabón. Al otro lado de la penumbra que inundaba el estudio, mis hermanos y yo (con los años cada vez más yo y menos mis hermanos) tranquilamente también, también en silencio, dibujábamos. ¿Cuantas tardes de sábado y domingo de invierno así en los años sesenta?. Imposible saberlo, casi todas. Ese ambiente, esa penumbra existente en el estudio, muy grande, de Ramón y Cajal, que había que recorrer para acercarse a él desde nuestro flexo, desde mi flexo, es ya un recuerdo imborrable que me une a él y a mis hermanos. De vez en cuando algún ligero golpe de escalímetro sobre la mesa o algún carraspeo, me dice que mi padre sigue allí, con la puerta abierta. En casa, en el piso octavo, mi madre lee, descansa de nosotros y espera que bajemos para la merienda, para la cena. Estando ella allí todo está bien, él lo sabe, nosotros lo sabemos. Hubo otros estudios antes, en la Plaza de los Luceros, la calle Sagasta y Pascual Pérez, pero yo no los recuerdo. Cuando mis padres se mudaron a Ramón y Cajal, a la casa que él había proyectado y construido, fue cuando la proximidad entre estudio y casa convirtieron aquél en una prolongación de ésta. Entonces fue cuando nuestra vinculación, mía y de mis hermanos, con mi padre y su trabajo, aumentó de enorme manera. El ha sido, como tantos otros de los que trabajan apasionadamente en un oficio apasionante, como yo mismo, arquitecto obsesivo, ininterrumpidamente arquitecto. Las tardes de fin de semana trabajando han sido una constante en nuestra vida familiar pero, al contrario que en otras ocasiones, la proximidad del estudio -tan solo tres plantas más arriba- hizo que ésta circunstancia no supusiera la desaparición del padre. El hogar, fraccionado ahora en dos ambientes, ganaba en posibilidades y propiciaba una variedad de relaciones antes imposible. ¿Habría sido yo arquitecto sin el estudio de Ramón y Cajal?. Aquella situación nueva de proximidad del trabajo, celebrada por todos, trajo muchos otros beneficios. Amplió infinitamente nuestra relación con el equipo de mi padre y, Manolo el delineante, Antonio el Proyectista, Ernesto el aparejador, Aparicio el administrativo, Maribel la secretaria y el entrañable Juan, ya desaparecido, mitad chofer mitad todo, pasaron a ser para nosotros una rama más de la familia (Hubo otros pero duraron menos). No era extraño ver por la mañana, en casa, a Manolo, a Maribel y por supuesto, a diario, a Juan. No era raro tampoco ver por arriba a Vicenta, a Isabel, que traían un vaso de agua con una aspirina para mi padre o para cualquier otro. Esta forma de vida, en la que el trabajo se mezclaba con la casa y viceversa, en la que trabajar o vivir, ser arquitecto o padre, era todo un mismo arreglo, le permitió conservar la pasión por su trabajo, sin renunciar a una vida familiar normal. A pesar de ello, en casa, la imagen de mi padre dibujando, en el sillón de la sala de estar, mientras veía la televisión, en las tertulias e incluso, en ocasiones, mientras la cena, era lo habitual. En la mesa de despacho o en el cuaderno de casa, siempre dibujando. ¿Cómo es tu padre? me hubieran preguntado de pequeño. Un señor que dibuja, hubiera contestado. De él sabía, por entonces, poco más: su afición al dibujo, su afición a viajar, su afición al mar... Sabía también de sus dos madres. Mi abuela Rosa, su madre, muerta tan joven, mantiene una presencia constante en la familia. Su segunda madre (mamá Teresa la llama siempre él) casada con mi abuelo en breve tiempo fué la que los educó a él y a mis tíos, y a ella se debe, seguro, junto a mi abuelo, la educación recibida. Pero algo me dice que esa experiencia, brutal y dolorosa, de quedar huérfano en una noche, siendo con siete años el mayor de tres hermanos, y con un padre trabajador, comerciante, que cada mañana se levanta a las cinco para ir al puerto y luego al mercado a vender los salazones, algo tuvo que ver con ese carácter suyo de extrema responsabilidad, de consciencia del valor del propio esfuerzo, de voluntad infinita, de gran resistencia. Un legado último, una última contribución a su educación, de su joven madre. El ha querido siempre que la recordemos y así como en casa de su padre siempre hubo una foto de la abuela Rosa, nosotros la llevamos en nuestro apellido que, siendo dos, él unió para que su madre viajara con nosotros por generaciones. Así pues, soy de las pocas personas que tengo en mi haber tres abuelas, la abuela Magda, la abuela Teresa y la abuela Rosa. (Dice mi padre, y dicen las fotos, que era muy guapa). Ha habido hasta tres ambientes, por reformas, en el estudio de Ramón y Cajal. El primero, con mi padre dibujando con plantígrafo, en mesa vertical y de pié (o sentado en una butaca sin respaldo e inverosímilmente baja) duró poco; al menos en mi memoria. Conservo de entonces (mitad recuerdo, mitad por fotos) un aroma a Coderch y a Sostres, a Jacobsen y Neutra, que me gusta paladear. Allí, con mi padre muy joven, con bigote, un estudio plagado de estantes y mesas realizados en línea de alambre y tabla maciza, con alguna pared en caravista pintado en blanco y una red de nudo de algodón que separaba ambientes, empecé yo a oler a arquitectura. Era la época de La casas de Markus Knoff y Elisa Tovar, del C.E.S.A, de "el Che". Obras impecables que traían influencias de muy lejos y muy cerca, como cualquier arquitectura que se quiera absolutamente contemporánea. De esa época me quedó un conocer, sin saberlo, a muchos maestros que, en su encuentro con él, pasaron a mí como un roce en la piel, sin darme cuenta. Aún hoy, cada noche, al sentarme para descalzarme, aquella butaca de dibujo, hoy en mi habitación, me evoca aquel momento; y en mi estudio, cada día, junto a mi tablero, en el corcho a mi izquierda, repaso de nuevo, desde hace once años, la impecable silueta de la casa Markus Knoff. Había habido antes otras arquitecturas (la Clínica y el Complejo Vistahermosa, la Escuela de Maestría Industrial ...) entonces recién estrenadas, que colgaban fotografiadas de las paredes del estudio y a las que alguna vez acudíamos de visita. También empezamos por entonces a conocer el trabajo de mi padre fuera del despacho. No sé muy bien si por deseo de nuestra compañía o por aliviar a mi madre de nuestra presencia, comenzó, siendo aún muy niños, a llevarnos con él a las visitas de obra. Aquella experiencia la recuerdo como extraordinaria. Allí había todo lo que un niño educado casi en el campo (vivíamos cinco meses al año en él) puede desear: hierros, escaleras hechas con palos, precipicios de 10 plantas, barro, máquinas de todo tipo y un montón de señores que nos trataban muy bien y escuchaban muy atentos lo que decía mi padre mientras pintarrajeaba las paredes. Siempre he dudado del momento en que pensé en ser arquitecto. Recuerdo que lo decidí poco antes de acabar el bachiller pero no sé exactamente cuando empecé a pensarlo. No obstante, si creo que en el origen de todo ello están aquellas visitas a obra y, por supuesto, aquel millón de tardes en el ático de Ramón y Cajal. Siempre he pensado que aquella profesión que permitía a mi padre estar siempre dibujando, en el papel o en las paredes, debió parecer al niño que yo era, la mejor de todas las posibles. Era de entender que siempre estuviera trabajando. Arriba, en el estudio, mientras yo me entretenía en las tardes de invierno, él trabajaba. Yo me entretenía, él trabajaba, pero los dos hacíamos lo mismo: dibujar. Luego he sabido que no, que no todo el mundo, que no todos los arquitectos, adoran de esa forma lo que hacen. Que no era la profesión en si, sino él, con su pasión, quien la hacía apasionante. Dibujar, dibujar es lo más importante. Esa era su enseñanza (mas tarde fué: construir, construir es lo más importante. Y ahora: construir bien es tu obligación). Don Juan, como le llamaban en las obras, los dejaba, nos dejaba, boquiabiertos. Verle dibujar siempre ha sido un placer para mí y recuerdo la emoción, de niño, de verle trazar sobre pilares, tableros o enlucidos, perspectivas aclaratorias de espacios, encuentros de acabados y detalles. Dibujos hermosos, arquitecturas futuras, que salían allí, de su mano, con una facilidad pasmosa y que producían en todos, él incluido, un placer especial. Pasear arriba y abajo por cualquiera de sus obras era recorrer un laberinto repleto de dibujos. Recuerdo bién la pena que me daba que el pintor, al final, acabara ocultando todo aquello. Dibujar, dibujar, dibujar. En las paredes, en los pilares, en los cuadernos. El arquitecto piensa y resuelve dibujando. Ahora, que lo aprendí y lo comprobé, se lo repito a mis alumnos. Con el tiempo hubo reformas y aquel estudio de frescura mediterránea se tornó más elegante y refinado. Se cubrió de maderas y un ambiente más cálido lo inundó todo. En aquel estudio, en el que las fachadas se abrieron de par en par para buscar las vistas al puerto, las vistas al mar, se acumulan ya todos mis recuerdos. Allí se produce la interminable lista de tardes de invierno, el disfrute en el dibujar, la compañía ininterrumpida de mis hermanos y mi padre. Allí los cajones repletos de lápices, gomas, rotuladores... Allí mi padre en su mesa de piel, ya para siempre sin regla, sin paralex. Allí, él, dibujando siempre en silencio, con mina blanda, con rotulador, con escuadra y cartabón, sin flexo. Allí la penumbra de las tardes de sábado. En aquel ambiente empecé a querer ser arquitecto. Allí empecé a empaparme de ese disfrute hondo, de ese placer intenso que mi padre, en su obsesiva dedicación, me transmitía. A ser observador inconsciente del esfuerzo, de la constancia, de la resistencia que se requiere para el ejercicio y el disfrute de una dedicación apasionante. En aquel estudio, cada vez más visitado, comencé a recibir de mi padre la más discreta enseñanza, la del ejemplo. Así pasaron docenas, cientos de sábados hasta que, con el paso del tiempo, con los años, al ir dejando de ser niños, mis hermanos fueron abandonando. Cada vez era más yo, y menos ellos, quien pasaba las tardes en el estudio remodelado. Aquella penumbra cómplice era ya un puente que nos unía, a mi padre y a mí, desde los dos extremos del estudio. Entonces empezó lo mejor. El hecho de ser dos, y no cinco, nos forzó a aproximarnos. Su ensimismamiento en el trabajo se tornó mas abierto y mi distracción, sin mis hermanos, más difícil. De aquelló resultó una serie de visitas cruzadas entre un extremo y otro del estudio que propiciaron por mi parte un descubrimiento guiado de la insólita riqueza que rodeaba al trabajo de mi padre. (De la insólita riqueza que él imprimía a aquel trabajo). Allí empecé a saber que un color podía ser, además de rojo, verde o azul, entero, amable, ácido, empastado... Que aquella piedra natural se presentaba áspera, dulce, aterciopelada, líquida... Supe de la importancia del tocar y que diez milímetros puede ser mucho para una pieza de metal y poquísimo para la misma pieza en otra ocasión. Que los materiales hablan entre sí, que dialogan, que se respetan o no. Y que lo hacen en función de la destreza y el saber del arquitecto. Supe también del valor enorme de las cosas buenas. Y supe que las cosas buenas no son las caras ni las lujosas, ni las grandes ni las bonitas, sino las bien pensadas y bien hechas. Y supe además que la responsabilidad última de que las cosas fueran así era, en un territorio muy amplio, del arquitecto; de él. Supe pues, que ésta profesión es una profesión de compromiso y que aquellas tardes en el estudio, de disfrute para mí, eran de arduo y esforzado trabajo para él. No estoy seguro de si mi padre sospecharía ya que yo podría llegar a ser arquitecto, no estoy seguro tampoco de que yo fuera ya consciente de que lo iba a ser. Solo recuerdo que él jamás me insinuó ni una sola vez esa posibilidad. Él me hablaba de aquellas cosas con la naturalidad de quien cuenta lo que le preocupa, lo que considera importante, y me transmitía así esa honesta intolerancia ante las cosas mal hechas. Ambos, él y mi madre, afines en eso, volcaron en sus cuatro hijos esa misma enseñanza, esa misma obsesión. La calidad ambiental, la eficacia funcional y su solidez constructiva hicieron que aquel estudio no envejeciera, que perdurara. Esto permitió que llegase el momento en que yo decidí ser arquitecto, y transcurriera el tiempo que me llevó conseguirlo, sin que aquel ambiente sufriera modificaciones. Poco a poco mi opinión comenzó a ser importante y aquellas conversaciones con mi padre sobre los asuntos que llevaba entre manos fueron más y más frecuentes y ganaron en intensidad. Esta circunstancia permitió que me adentrara más en los múltiples intersticios que tiene el planteamiento y resolución de un proyecto de arquitectura y aprendiera, de primera mano, la importancia de estar en todos, de pasar repetidamente por cada uno de ellos, si se pretende hacer una arquitectura con contenido. Desde el momento que yo había decidido ser arquitecto siempre requería mi opinión sobre su trabajo y su insistencia mayor fue siempre la misma: importantísima mi asistencia a las visitas de obra. El resto casi nada: nunca quiso que yo me involucrara en su trabajo profesional (era mejor, decía, proyectar en la escuela, alejado de la realidad estricta y forzada del estudio). De aquellos años recuerdo su interés primero, y duradero, por la obra de Alvar Aalto, su emoción a la vuelta del viaje por Finlandia, la gran influencia del maestro escandinavo en alguno de sus trabajos. Recuerdo también el impacto del viaje a Estados Unidos, su entusiasmo enorme por la perfección técnica de la arquitectura americana y de su industria. Su admiración por el perfeccionismo de Mies en el pasado y de I.M. Pei en la actualidad. El momento de su desconexión, de su desinterés por la arquitectura "de actualidad", en la época del postmodernismo: aquella arquitectura "anticuada, de cartón piedra, afectada, amanerada". Que gran apoyo para mí contar con un colega, tan próximo e influyente en mi formación, que albergara este criterio. Por aquél entonces, con motivo de mis estudios de arquitectura en Madrid, empecé a conocer más a fondo su etapa de juventud. El que yo estudiara en la misma ciudad y en las mismas aulas que él añadía, a sus ojos, una emoción especial al hecho de que me convirtiera en arquitecto. Casi todos los años de mi estancia en Madrid coincidieron con sus visitas semanales a la Escuela Nacional de Policía que estaba construyendo en Avila. Esta obra, una de las mas "Aaltianas" de su producción, duró casi ocho años durante los cuales nuestra relación allí se intensificó. Supe entonces de sus comienzos como joven estudiante de arquitectura. De las enormes dificultades económicas que supuso para sus padres que esto pudiera ser. De como, con el esfuerzo de acomodarse humildemente, y de generar desde pronto ingresos propios, consiguió salvar la situación. Supe también que desde pequeño quiso ser arquitecto y que de ningún modo el hecho de ser hijo de pobres habría de impedírselo. De las clases en el Circulo de Bellas Artes para reforzar la estatua y el desnudo, de las fiestas y bailes con el smoking prestado. Fuimos a cenar en las casas de comidas donde él había cenado y de tapas por los bares donde había tapeado. Conocí uno por uno a sus mejores amigos de la escuela, algunos en persona, y, uno a uno también, a sus antiguos profesores. Entre ellos, en lugar destacado, Rafael Fernández Huidobro, Catedrático de Construcción muy querido en la Escuela de Madrid, por quien mi padre profesaba una adoración especial. Don Rafael le había enseñado en las aulas y lo había acogido en su estudio donde pudo aprender el oficio de construir. Donde aprendió el compromiso de lo bien hecho que años mas tarde me transmitiría a mí. Tuve la oportunidad de conocer a don Rafael y entablar con él mi propia relación personal que se prolongó hasta casi su muerte. Él me regaló, de entre los suyos, mi primer libro sobre Mies van der Rohe, que aún conservo. Años mas tarde, ya muy mayor, con su habitual generosidad, regaló toda su biblioteca a aquellos mas jóvenes de sus muchos amigos. Muchos de aquellos libros están hoy en mi despacho. En los últimos años de estudiante tuve mis primeras implicaciones directas en algún trabajo de mi padre. En mis visitas a Alicante, en puentes, fiestas y vacaciones, él me requería para consultas y decisiones. Fiel a su regla de no implicarme en el trabajo cotidiano del estudio, reservaba para mí la conversación y discusión de los aspectos más seductores de los más atractivos de sus proyectos. Esta generosidad por su parte me permitió participar en proyectos como el Colegio de Médicos siempre desde la privilegiada posición del que ejerce tan solo la crítica. Se aproximaba ya el fin de mis estudios y él, que siempre me insistió en que no tuviese prisa en acabar, me reservaba dos propuestas de transición a su juicio interesantes. La primera (que hicimos), un viaje breve a Egipto con motivo de un congreso de Arquitectura. Descubrir de su mano la riqueza infinita de aquella arquitectura, su fuerza y su delicadeza, fué uno más de mis muchos privilegios. La segunda, que no realicé pese a su absoluta insistencia: una estancia de un año, en una universidad a elegir de los Estados Unidos (ya habría tiempo para trabajar). Esta oportunidad, que no aproveché, me la brindaba con la convicción absoluta de que un año de roce continuo con la mejor industria y tecnología del mundo me acostumbraría a ella de tal modo que no cejaría luego de buscar ese perfeccionamiento continuo, esa evolución constante que era, que es, a su juicio, fundamental en un arquitecto. Buscaba también, supongo, un ajuste de cuentas con la vida, al enviar a su hijo a cumplir ese sueño imposible que él no pudo ni siquiera acariciar. Con mi fin de carrera llegó la tercera remodelación del estudio, la última. Aunque calladamente, (incluso explícitamente negado), no hay duda que aquellas obras se hacían para preparar mi llegada: una modificación sustancial, más acorde con mi "ideología", que convertía su estudio, de distribución conservadora y jerarquizada, en algo más parecido a un taller de trabajo, a una cooperativa. Pese a mi insistencia en que no se realizase y su excusa de que aquella reforma llegaba por estar la anterior obsoleta, era obvio que aquella modificación, que reservaba un lugar privilegiado para mi mesa de trabajo, era una tierna emboscada para intentar que mi anunciada marcha no se produjera. Con un único espacio continuo, que proyectaba el mar hasta el fondo último del estudio, y solo dos áreas reservadas (su despacho y una sala de juntas), aquel estudio-taller, de distribución democrática, formas limpias y color blanco fué el lugar donde nuestra relación se estableció ya entre colegas. Allí fué donde un grado de convivencia nueva, una presencia constante en el trabajo cotidiano del estudio y un asistir permanentemente a su actuar ante cada situación de la, hasta entonces escondida, realidad dura de la profesión (discusiones económicas, ajustes de presupuestos, relación con los clientes, problemas de gestión...) fueron el penúltimo capítulo de su constante enseñanza de este oficio. En esos años aprendí que el tiempo es importante, el paso del tiempo, acostumbrarse a la lentitud. Esa paciencia infinita que él ya tenía y que yo no era capaz de asimilar. Esto es, me decía, una cuestión de resistencia, una cuestión de firmeza, de voluntad. Has de saber siempre lo que quieres y como lo quieres. Tu única autoridad vendrá de ahí, del conocimiento de todos los entresijos de la profesión. Del respeto exigente al sitio que todos los demás ocupan en tu trabajo. De tu propio esfuerzo y de tu resistencia frente a la soledad. De ser un corredor de fondo. De tensar la cuerda sin permitir nunca que se rompa. Nunca me dio una lección, nunca una clase magistral. Nunca se puso como ejemplo o modelo. Nunca pretendió que sus intereses personales como arquitecto se convirtieran en los míos. Se limitó a ser arquitecto en mi presencia, a estar firme cuando yo me tambaleaba. Nunca estuvo encima de mí, nunca demasiado paternalista, nunca protector. Siempre exigente conmigo, en los años que pasé allí, nunca me regaló la solución a un problema, sino que me facilitó toda la documentación necesaria para resolverlo: "Estúdiate estos libros y lo aprenderás". Por esos días, ya siempre solos los dos, las tardes de sábado en el ático se habían vuelto una constante. Las noches del resto de los días también. Muchas de esas tardes, ya de noche, al salir desde mi mesa a la terraza, a descansar el cuello, los riñones, mientras contemplaba el puerto apagado y silencioso, me gustaba girarme y, con la espalda en la barandilla, observarle dibujar bajo la luz amarilla de su lampara. El no me veía, pues la oscuridad exterior me protegía, y yo podía, a placer, espiar sus movimientos. Pasaba así ratos entretenidos viéndole dibujar y viéndole aplanar repetidamente el papel, sin pegar sobre la mesa, con la palma extendida de la mano. Un día, con treinta años, cuatro de ellos compartiendo estudio y profesión, me despedí. Sin haber hecho nunca un proyecto juntos, pero con los de cada uno llenos del otro, me fui de allí a hacer aquello para lo que me había educado: correr mi propio riesgo. A hacer lo que él ya hizo pero con el impulso inmenso de mi formación junto a él. Se acabaron de golpe las tardes en penumbra, mi flexo se apagó. Desde entonces me lo encuentro con frecuencia, en las obras, los talleres. Mi doble apellido me delata y cerrajeros, albañiles, carpinteros... me recuerdan con cariño aquella época en que trabajaron con él: como eran las cosas, "que tiempos aquellos". Me hablan de su buen hacer, de su simpatía, y recuerdan fascinados como dibujaba. Ser su hijo me ayuda, les cae bien, y establecen conmigo esa complicidad entrañable de quienes tienen, en secreto, un orgullo compartido. Tenemos que trabajar bien, les digo, pronto vendrá a ver como queda. Ese día, ellos lo saben, sigue siendo para mí el más importante. Hace once años que no paso una tarde de sábado en el estudio de Ramón y Cajal. Paso muchas, sólo, en el mío. Cuando estoy aquí me gusta apagar todo menos mi flexo y, así, en silencio, dibujar. Al salir, suelo pasar por delante de la casa de mis padres y me gusta, desde el coche, mirar. En el octavo, en la sala, hay luz: mi madre lee. En el ático, entre penumbra, una luz amarilla: en su mesa de piel, con su mina blanda, sin paralex, con escuadra y cartabón, él dibuja. |