Imágenes
y metáforas del agua en el pensamiento de Le Corbusier Images and metaphors of water in Le Corbusier's thought |
José Parra Martínez | |
Y tú, Tierra, Oh Tierra desesperadamente húmeda, no eres más que aparente moho. Y tu agua, en vapor o líquida, maniobrada por un astro de fuego lejano, te aporta todo, la alegría o la melancolía, la abundancia o la miseria. Le Corbusier, Précissions sur un état présent de l’architecture et de l’urbanisme Y en esta fuente de incertidumbres, gracias al agua, todo se esclarece: la arena, el fango, las aguas tranquilas, las aguas corrientes, las aguas subyacentes. Le Corbusier, Carnet J 38 nº 368 |
Le Corbusier, Précisions sur un état présent de l’architecture et de l’urbanisme
And in this source of uncertainties, everything becomes clear thanks to water: sand, mud, quiet waters, running waters, underlying waters. Le Corbusier, Carnet J 38 nº 368
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Un acercamiento crítico a la obra de Le Corbusier exige construir
lecturas diagonales para corregir las inevitables deformaciones que, sobre
su personalidad y discurso arquitectónico, han producido las
excesivamente especializadas investigaciones disciplinares. Aproximarse
con rigor a su intensa trayectoria intelectual, a menudo repleta de
inseguridades y paradojas, supone contemplar su agitada vida como una
incesante actividad creadora dedicada a desvelar la realidad que se oculta
cifrada bajo las formas. Como ha apuntado Gregotti1, ningún
gesto en su trabajo parece estar decidido por razones puramente
estéticas. Inventar, significaba para Le Corbusier resolver un problema,
convertir la forma en un crisol de cuestiones, en una amalgama de
experiencias heterogéneas; en la conclusión necesaria de una búsqueda
continua y de una reflexión densa a partir de materiales complejos sobre
los que fundar las ideas estructurantes del proyecto.
Precisamente, uno de estos materiales más interesantes lo constituyen las metáforas. El recurso metafórico en Le Corbusier no es una excusa superficial; procede de la naturaleza profunda de la observación de las cosas. Mediante la metáfora se anudan imágenes que participan tanto de lo racional como de lo irracional, que emergen de un espíritu hipersensible, permeable y poético, forjado entre varias culturas. Por ello, las metáforas más tardías de Le Corbusier son, sin duda, las más fecundas, pero también las más difíciles puesto que, con el paso del tiempo, se tornan cada vez más opacas y herméticas a medida que el arquitecto asimila las múltiples influencias que le brindan los distintos territorios que visita. A través de las metáforas sus obras conjugan desde eslóganes maquinistas con hechizantes figuras literarias, hasta insólitos ecos surrealistas con las voces más antiguas de las civilizaciones del Mediterráneo e, incluso, el dualismo del pensamiento alquímico con los mitos cósmicos inmemoriales de las religiones de la India2. Sin considerar la justa importancia de este recurso sus formas arquitectónicas no pueden explicarse del todo, y hasta pueden parecer faltas de sentido si omitimos el inagotable potencial que encierra la expresiva ambigüedad de este tropo. Resulta, pues, imprescindible acudir a sus textos y, sobre todo, a su pintura –donde él mismo nunca se cansó de repetir que residía el secreto de su arquitectura– para encontrar, en el constante flujo de alegorías y metáforas que nutren el imaginario de Le Corbusier, valiosas claves que permiten acceder, de un modo más completo, a las inagotables enseñanzas de sus realizaciones más brillantes y enigmáticas. En este contexto, podemos proponer, en la obra de Le Corbusier, un estudio del agua como la materia inspiradora de muchas de sus principales metáforas. Hablaríamos entonces de un soporte de imágenes o, como lo ha definido Gaston Bachelard3, de una metapoética del agua. No se trata de reconocer un grupo particular de imágenes vagas y posiblemente inconexas, sino de distinguir, en la unidad del elemento acuático, el principio que las funda. Para precisar esta tarea, habrá que recurrir a la ensoñación poética procedente de los estratos más profundos del inconsciente del arquitecto. Dado que las imágenes de la materia se sueñan de manera independiente de las formas, Bachelard ha distinguido, en términos filosóficos, una imaginación que sustenta la causa formal de otra, más íntima, que alimenta la causa material de modo que, en todo hecho plástico, es necesario que una causa sentimental se convierta en una causa formal: el arte extrae de la materia la fuerza de una acción que se diluye en la superficie de la forma; y por ello, es posible argumentar una ley de los cuatro elementos que clasifique las diversas imaginaciones materiales según se vinculen a la tierra, al agua, al fuego o al aire. Una ley milenaria que, aunque no exclusivamente, puede rastrearse ya en las antiguas cosmogonías presocráticas, inicio del pensamiento de los griegos clásicos, cuya cultura tanto sedujo a Le Corbusier por estar acostumbrados, como estaban, a significar sus ideas con belleza. Así, de la mano de Homero4 nos llegan las primeras palabras, míticas y poéticas que narran, emparentadas con relatos orientales, cómo en el origen del cosmos estaba el principio húmedo bajo los nombres de Océano y Tetis. Los físicos jónicos, con una pretensión de racionalidad, abordaron, por primera vez fuera de la mitología, el análisis de la estructura del mundo de la fisis. Tales, el primero de los físicos, inicia el alejamiento del mito proponiendo como hipótesis un monismo material según el cual todo proviene del agua; por el contrario, Heráclito de Éfeso afirmó que en el fuego se encontraba la razón substancial del universo y que la muerte consistía en desprenderse de ese fuego para transformarse en humedad; y fue Empédocles quien teorizó sobre cuatro raíces –Aristóteles las denominó elementos: tierra, agua, fuego y aire– que aglutinaban la composición material de la fisis. Ahora bien, aunque esta partición del mundo parece no encerrar hoy más que las virtudes que se desprenden de su belleza poética, su intencionalidad filosófica encierra profundas connotaciones metafísicas. Es cierto que los elementos no fundamentan ya ninguna teoría y que perdieron toda su validez como paradigma positivo en el siglo XVIII, con la aparición de la química científica de Lavoiser, sin embargo, constituyen una clasificación de la materia, una taxonomía, cuya enorme carga histórica y epistemológica les confiere todavía una gran eficacia conceptual. En este sentido, las Cuatro Rutas de Le Corbusier –verdadero programa de reformas urbanísticas para el acondicionamiento de la macroescala geográfica– constituyen una transposición directa de la teoría de los cuatro elementos de la naturaleza: la ruta de tierra es milenaria, la ruta del agua es milenaria, la ruta del hierro –fuego– tiene cien años, la ruta del aire acaba de nacer5. El agua, como elemento, encierra en su esencia el principio de la fluidez, explicitado tantas veces en la organización de sus plantas y fachadas libres; es la idea de un medio particularmente fluido, homogéneo, sereno, silencioso; una materia un tiempo cerrada e infinita donde los cuerpos flotan, se rozan y se esquivan en un movimiento perpetuo. El mundo del silencio imperturbable –como el que acontece bajo las aguas profundas– es el mundo de la arquitectura sacra de Ronchamp y de La Tourette, cuyos primeros croquis –como apunta Cyrille Simonnet– muestran una especie de acuario, una gigantesca nave sobre pilotis que, acaso, podría también representar un Arca de Noé depositada en una naturaleza lavada de toda corrupción. La imaginación mesoforma del agua, es decir, la aptitud de ésta para componerse con los otros tres elementos, suscita también en Le Corbusier diferentes actitudes plásticas6: la terraza-jardín, la gárgola y la chimenea, auténticas protagonistas del lenguaje formal corbusierano, expresan cómo sus edificios, cajas estancas, absorben o evacuan el elemento líquido. El agua y su elemento complementario, la tierra, dan lugar a la pasta: un elemento viscoso portador de toda una biología. En la cubierta ajardinada, la tierra bebe, se impregna y filtra el agua nutriéndose de ella. El agua seminal fructifica los gérmenes depositados en la capa terrosa y desencadena una química saludable, clorofílica, produciendo la hierba y las flores que protegen a los usuarios del edificio. El agua y su elemento opuesto, el aire, originan un fenómeno de rechazo, una corriente que brota febrilmente queriendo regresar al paisaje. El agua surte entonces expelida por el edificio a través de un despliegue escultórico y singular: la gárgola. Este elemento, integrado cómodamente en su arquitectura, es la conclusión lógica de una cubierta que Le Corbusier ha proyectado previamente como un original problema de hidráulica. Pensemos un instante en el curioso diseño para recoger el agua del puesto aduanero de Kembs-Nifer, situado junto al canal del Ródano al Rin, o en las cubiertas de los palacios del Capitolio de Chandigarh que, reelaborando la ligereza de la suspensión catenaria de la tienda tradicional del imperio mogol, buscan la inclinación precisa para expulsar el agua por las gárgolas estratégicamente dispuestas sobre los estanques. En la colina de Ronchamp, la dimensión sagrada del lugar, también asociado a antiguos cultos paganos, proporciona una segunda metáfora: la de la pureza del agua. Convertida ésta en un preciado bien del que no puede desperdiciarse ni una gota, Le Corbusier la devuelve a la naturaleza mediante un cuidadoso gesto con el que ha querido agradecer su benéfica acción. La cubierta de la Capilla se comporta como una gran exclusa que recoge las aguas pluviales y, como si de una libación propiciatoria se tratase, las vierte a través de una gárgola gigante de doble tubo, en una cisterna configurada por un curioso ensamblaje de pirámides, un aljibe en el que Frampton7 ha querido ver un recuerdo de la fosa excavada del mundus romano. Finalmente, el agua y su elemento contradictorio, el fuego, originan los vapores, evocados por el hiperboloide de la Asamblea de Chandigarh, cuya contundente forma recuerda la de una torre de refrigeración, y adivinados también en la plástica rotunda de los volúmenes de las chimeneas de la Unité d’habitation de Marsella; un edificio en el que nos detendremos para examinar otros aspectos. De todos es conocida la célebre metáfora del palafito que recrean las famosas villas puristas de Le Corbusier, posadas respetuosamente sobre una naturaleza que permanece intacta. No insistiremos más; sin embargo, analizada desde esta metáfora, la Unité de Marsella es reveladora de una clara evolución de la sintaxis corbusierana: los esbeltos y frágiles pilotis de la villa Savoye, asociados a las tranquilas aguas de las construcciones lacustres, se han transformado aquí en potentes anclajes, en musculosos soportes que, a modo de espolones, parecen diseñados para recibir la embestida del mar o la fuerza desmedida de un torrente fluvial. Pero si una ilusión caracteriza la obra de Marsella es la metáfora del barco. Mucho se ha escrito sobre esta alegoría tan querida y explotada por Le Corbusier, buscando en ella una representación de la autonomía del lugar, la exaltación de la esencialidad de la técnica o la fluidez con la que una embarcación se desplaza cortando los pulsos de las olas. En este caso daremos prioridad a su singularidad poética volviendo, de nuevo, al texto de Por las cuatro rutas. Una de las imágenes más bellas y oníricas que ofrece este libro –similar a la que ideó Antonioni para una escena de Desierto rojo (1964)–, describe los navíos que surcarían el hipotético Canal de Deux-Mers deslizándose tras los árboles, a través de los viñedos y rozando los campos de trigo ondulados por el viento. Y en el mismo texto, pero esta vez refiriéndose al mar, Le Corbusier se pronuncia para desvelarnos el lirismo confinado en esta metáfora: existe una eterna poesía de los barcos en los océanos. ¿Por qué esa emoción? Tal vez sea porque todo el cielo está sobre nosotros, se refleja en las olas, lo envuelve todo como una concha de nácar y azul. Tenemos esa sensación de espacio y de materias fluidas8. De hecho, mar y cielo son, en palabras de Valéry, los objetos inseparables de la mirada más amplia; los más simples, los más libres en apariencia, los más cambiantes en la entera extensión de su inmensa unidad; y con todo, los más semejantes a sí mismos9. Y ciertamente fueron las aguas de un mar, el Mediterráneo, el mar de Homero y de Fidias, las que cautivaron el ánimo de Le Corbusier y despertaron en él la sensualidad que, hasta entonces, le habían negado las frías nieves del Jura. A lo largo de los años, me he convertido en un hombre de mundo. He viajado a través de los continentes y, sin embargo, no tengo más que un vínculo profundo: el Mediterráneo. Las aguas reinas de las formas, de la luz y del espacio. El hecho concluyente fue mi primer contacto, en 1910, en Atenas. Luz decisiva, volumen decisivo: la Acrópolis10. Fueron también estas aguas las que, excitadas por el sol, mudaron su primitiva acromía para crear los colores de Grecia: los colores de Le Corbusier. Uno de los mejores dibujos de Le Corbusier sobre la Acrópolis muestra el Partenón recortando su silueta sobre el horizonte delimitado por las montañas y el mar. No se trata únicamente de una representación paisajística, sino de una poderosa intuición de la relación geométrica fundamental que establece el templo con su entorno y a la que el maestro recurrirá continuamente durante toda su vida. Su vertical forma con el horizonte del mar un ángulo recto. Cristalización, fijación del sitio. Éste es un lugar donde el hombre se detiene porque hay una sinfonía total, magnificencia de relaciones y de nobleza. La vertical fija el sentido de la horizontal. Una vive a causa de la otra11. Como sabemos, el plano definido por el agua es, en la naturaleza, el único plano perfectamente horizontal (por ello el más abstracto12) y, en sus proyectos de ciudades emplazadas junto al mar –aproximadamente la mitad de sus trabajos urbanísticos–, define el lugar que ocupa su centro neurálgico, la Cité d’Affaires, cuyos rascacielos dispuestos frente al agua forman con su superficie un ángulo recto, convirtiéndose en faros que guían la visión de los barcos al acercarse a puerto. Barcelona, Argel, Nemours y, sobre todo, Buenos Aires, donde los edificios se hallan literalmente sobre el agua, constituyen los mejores ejemplos de esta relación mito-poética. Otra gran figura alegórica del agua, la ley del meandro, revelada azarosamente a Le Corbusier mientras sobrevolaba los principales ríos de Brasil, fue formulada como un símbolo milagroso para introducir sus propuestas arquitectónicas y urbanísticas de los años treinta –¿no son acaso los meandros de los ríos los que, en sus planes de Ville Radieuse, distinguen activamente la zonificación de la ciudad?–. Sin embargo, la ley del meandro se puede traducir también como una metáfora acuífera de la vida y del destino; el aforismo sobre la verdad encerrada entre las dos orillas13 representa, desde la percepción heracliteana, las dificultades del pensamiento creador que, como las inevitables y vacilantes curvas formadas por la corriente fluvial, al final, siempre encuentra la vía más natural para abrirse paso hasta el mar. En cierto modo relacionada con la anterior, y volviendo al contexto mediterráneo, otra obra suya, el proyecto del Hospital de Venecia, encierra, bajo la metáfora más evidente del impluvium de sus patios sobre el agua, alusiones más profundas. Sobre esta ciudad Le Corbusier escribió: Venecia es un todo. Es un fenómeno único de conservación, de armonía total, de pureza integral y de unidad de civilización. Se ha conservado intacta por la sencilla razón de que está construida sobre el agua. El agua no ha cambiado y Venecia tampoco, se ha conservado entera. [...] El agua lo rodea todo, lo defiende y paraliza al mismo tiempo14. El Hospital es un edificio nuevo que asume sabiamente las tipologías históricas para integrarse en la perfecta unidad de una ciudad detenida en el tiempo, como las aguas estancadas de su laguna. Hay, pese a su novedad, un halo fúnebre en este proyecto: las aguas muertas son las únicas que no cambian; Venecia tampoco. La dualidad es evidente: novedad y exquisita decadencia. Además, el Hospital es un contenedor de funciones antitéticas: los servicios de pediatría y la capilla funeraria, el alfa y la omega, traducen la cerrada unidad y dualidad del agua como elemento: el continuo nacimiento que brota de las fuentes y la inevitable muerte de los ríos que desembocan. Continuando este recorrido por algunas de las más sugerentes metáforas corbusieranas del agua, debemos prestar ahora una especial atención a Chandigarh. La importancia del empleo físico de este elemento se evidencia en el lago artificial que Le Corbusier proyecta, como regulador climático, al prolongar el Bulevar de las Aguas, y en las famosas albercas del Capitolio, probablemente inspiradas en los jardines de Pinjore que el arquitecto conocía y había dibujado; sin embargo, la presencia real del agua y los problemas de hidrografía adquieren, en esta obra, una profunda carga simbólica. En el Capitolio, Le Corbusier establece una agónica lucha óptica y topológica con las dos únicas referencias físicas existentes: el dilatado plano de asentamiento y la implacable presencia de las primeras cumbres del Himalaya al fondo. Para rivalizar con la naturaleza, los enormes bloques de los palacios son separados excesivamente fracturando la dimensión antropológica de la escala. La grandiosa composición obliga a Le Corbusier a llenar virtualmente el espacio, y para ello, intentando corregir la excesiva distancia entre los edificios, dispone las láminas de agua cuyas superficies duplican especularmente las arquitecturas. Ahora bien, en el agua de los estanques no sólo aparece la imagen reflejada de los palacios, es todo el cielo el que se mira. Parecería que les falta a los objetos la voluntad de reflejarse. Quedan entonces el cielo y las nubes que necesitan todo el lago para pintar su drama15... El efecto logrado, al que suman su acción las diferencias de cota y el modelaje de las colinas artificiales, es el contrario, pues se acentúan las discontinuidades y rupturas, poniendo en evidencia la desolación del Capitolio, la inmensidad de un vacío poblado de ausencias; la soledad y el silencio cobran así connotaciones cósmicas en el lugar. La riqueza metafórica de las últimas obras de Le Corbusier se debe, a juicio de William Curtis, a una confrontación entre una innovación radical y una atracción, cada vez más poderosa, por el mundo arcaico, instituido sobre los actos humanos fundamentales, ligados a los elementos cósmicos: el sol, la luna, las aguas, las semillas, las fructificaciones de la tierra16. Desde de los años treinta y, en especial, tras la Segunda Posguerra, Le Corbusier va renunciando paulatinamente al asidero existencial que le proporcionan las certezas de la modernidad positivista; sometiendo a examen sus raíces culturales y sus propios valores espirituales. El descubrimiento de la realidad india supone para él un ejercicio de introspección que lo retrotrae al tiempo de las verdades absolutas ya intuidas, cuarenta años antes, en el transcurso de su iniciático Voyage d’Orient, en Atenas y Estambul. La India penetra en su espíritu con una pluralidad de fuerzas que provocan, inevitablemente, una convulsión en sus códigos formales. Muy acertadamente, Tafuri ha interpretado Chandigarh como una desgarrada gigantomaquia, donde lo que aún sobrevive de sus primeras convicciones afronta heroicamente las figuras nacidas de la escucha de lenguas indecibles17. En esta encrucijada cultural, Le Corbusier no encuentra más opción que dejar hablar a la batalla y vuelca todo su talento en la construcción de símbolos con los que entablar un diálogo con el tiempo, la naturaleza y el ser: el árbol de la vida, la serpiente, el trigo, la balanza de la justicia, el toro blanco de Zeus que raptó a Pasifae en las costas de Tiro –representación dual ligada al sol y al agua– y que es ahora el animal de Shiva, las ruedas solares, las alegorías paganas de la luna y las mareas, la rota alquímica de las estaciones, la mano abierta y el Modulor son algunos los iconos intelectualizados con los que Le Corbusier enfrenta las cosmologías tradicionales con una metafísica contemporánea. En este sentido, La Porte Émail18 del Palacio de la Asamblea, su último gran trabajo pictórico, celebra el panteísmo personal del arquitecto y las imágenes que decoran las dos caras de la puerta –la interior dedicada a la noche y la exterior al día– ilustran los símbolos con los que ha sido edificado el Capitolio. La cara externa de la puerta está dividida en su mitad por la línea del horizonte. Sobre ésta, Le Corbusier ha dibujado el cosmos con la trayectoria ineluctable del sol en invierno y en verano, la elíptica descrita por la tierra y la luna girando alrededor de ésta, el ritmo cotidiano de los días con las jornadas solares de veinticuatro horas, los esquemas de los solsticios y las curvas de los equinoccios. El lado derecho de la pintura muestra el mundo anterior al hombre, comenzando por el agua; dos pirámides invertidas de color amarillo19 –que recuerdan las de la cisterna de Ronchamp– simbolizan el descenso benefactor del agua: el vapor se condensa en forma de lluvia para originar los cursos fluviales que se dirigen al mar. Bajo este motivo aparece un mapa de los ríos de Europa y también el Indo y el Ganges. La extraña perspectiva de este mural –a vista de avión pero recreada en el detalle de los objets à reaction poétique que aparecen intercalados– anticipa la visión que, en el espacio, los astronautas tendrán del planeta, descrito por Le Corbusier en Précissions como un gigantesco œuf poché donde los continentes destacan sus pliegues y el verdor de sus bosques sobre la inmensidad de los océanos. Observada desde este ángulo, el agua se revela como el principal órgano del mundo. A la izquierda de la composición se representa el movimiento inverso al del camino seguido por el agua hacia el mar; en este caso se trata de un flujo ascendente, una especie de historia de la evolución (o proceso alquímico) desde las más primitivas especies marinas, los moluscos y los peces, que aparecen remontando la corriente del río, hasta el hombre, cuya silueta se recorta sobre la línea del horizonte formando con éste un ángulo recto. Sobre él, un águila, símbolo de la ascensión espiritual y del eterno retorno, se eleva hacia el cielo. Las mismas imágenes: el mar, el sol y un pájaro que ya fueron pintadas en una de las vidrieras de Ronchamp. De todos los motivos integrados en la puerta son los asociados al sol y al agua los más insistentemente repetidos, y es posible descubrir los textos aclarativos a estas imágenes en La Ville Radieuse y en el prefacio de Précissions que anuncia el himno al sol del Poème de l’angle droit, un libro, por otra parte, abiertamente inspirado en el pensamiento alquímico. El interés de Le Corbusier por la alquimia ha sido ampliamente argumentado por Frampton en su reciente monografía sobre el arquitecto y, dada la importancia que el autor le confiere, dedica a su estudio un capítulo entero. La filiación de Le Corbusier con los temas herméticos donde, en la segunda mitad de su vida buscó una fuente de motivación espiritual, queda patente en la Porte Émail pues, uno de los principales iconos de la alquimia, el árbol de siete brazos, ocupa en esta pintura una posición predominante convirtiéndose en el eje sobre el que gira la puerta. Sol y océano, fuego y agua son, para Le Corbusier, como también vimos para los griegos, los elementos más importantes a los que se refieren los otros dos. Aristóteles ya sostuvo que las cuatro raíces de Empédocles no constituían principios distintos y completos en sí mismos; poseían propiedades comunes y se podían transmutar unos en otros a través de un proceso en el que tenía lugar un cambio cualitativo de materia: el fuego era caliente y seco, el aire caliente y húmedo, la tierra fría y seca, y el agua fría y húmeda. De modo que, en un nivel más profundo, estas propiedades se reducen a dos: caliente y húmedo y sus respectivos opuestos. El calor se debe al fuego y el frío al agua, por tanto, al oponerse entre sí, agua y fuego son las materias fundamentales. En alquimia, los dos elementos opuestos fuego y agua encuentran una correspondencia directa con los dos metales básicos: azufre y mercurio, uno combustible y el otro líquido que, a su vez, representan los principios masculino y femenino del universo. Los antiguos alquimistas entendieron que la fusión de estos dos principios opuestos daba lugar a un tercero, el andrógino alquímico –tema recurrente en la pintura corbusierana–, símbolo del triunfo del espíritu sobre la materia a través de la gnosis, la iluminación del conocimiento. Le Corbusier sintió instintivamente una íntima relación entre su maniqueísta interpretación del mundo y la ancestral dualidad de la alquimia que ilustró en el cuarto panel del Poème, Fusión, de color rojo como el rubedo, la fase más elevada del proceso de transmutación. Al igual que la filosofía alquímica, el pensamiento del arquitecto operaba a través de una fuerza dialéctica que confrontaba términos opuestos interdependientes. En los elementos antagónicos fuego-agua, azufre-mercurio, sol-océano, se encuentra un paralelismo con las parejas de conceptos polares naturaleza-cultura, racional-irracional, máquina-vida, Apolo-Medusa, ortogonal-orgánico, vertical-horizontal, arquitecto-ingeniero, día-noche que, valorándose recíprocamente en su oposición, sustentan la dualidad en la que se movía el discurso corbusierano. Incluso, Frampton ha querido ver en el posible suicidio de Le Corbusier en Cap-Martin el cumplimiento de un sueño y de una profecía del arquitecto: la sublimación final del cuerpo en el elemento femenino del océano nadando hacia el sol masculino. Pero además, la principal figura dicotómica de la tradición alquímica es Mercurio, sabio portador de sus secretos y legendario fundador de la vía hermética cuyo atributo más representativo –ha reparado Frampton–, el caduceo, la vara donde se entrelazan dos serpientes, resurge inquietantemente en el Hombre-Modulor de Le Corbusier. Las referencias que tenemos de este demiurgo nos lo presentan bajo dos encarnaciones sucesivas: como señor del mundo subterráneo y como principio aéreo desmaterializado que se eleva desde la tierra al cielo y vuelve a descender en el curso del mismo ciclo para unir, según dicta el célebre aforismo hermético, lo que está arriba con lo que está debajo. Así, extendiendo aún más estos paralelismos, percibimos que las imágenes del agua descritas en la Porte Émail tienen mucho en común con el ciclo del aqua mercurialis; el ciclo acuoso de la vida o movimiento continuo del agua en la atmósfera y en la tierra que, dado que la cantidad de agua existente en el planeta se mantiene prácticamente constante, supone un eterno ascenso y descenso fruto de la interacción entre el sol y el océano. En La Ville Radieuse, Le Corbusier expresa: He aquí un día de 24 horas bien lleno, variado, admirable y benefactor. La noche: todo duerme. El agua, infinitamente repartida, lleva a cabo su gesto caritativo: todo está empapado. 4 horas: el sol aparece al borde de la llanura; el rocío está sobre las hierbas, en el hueco de cada hoja. Habiéndose marchado el sol ayer por la tarde, el frescor ha hecho gotas sobre la tierra de lo que no era más que vapor de agua en el aire. 8 horas: el rocío abandona la tierra, el sol levantado llama al agua [...] Mediodía: la hora del sol glorioso. Sus flechas golpean directas el suelo y encienden hogueras [...] 17 horas: estalla el relámpago, seguido de inmensos truenos. Todo es terror, trombas de agua; la oscuridad rodea este desencadenamiento. Los animales tienen miedo [...] 18 horas: la tierra está empapada. El cielo es límpido. El sol se recorta, se aproxima al horizonte [...] Dos elementos han jugado juntos el juego magnífico: lo masculino, lo femenino. Sol y agua. La metáfora dual del aqua mercurialis se revela extremadamente fecunda para Le Corbusier puesto que a la unión agua-fuego, sexualizados en su oposición, se añade la ambivalencia del elemento líquido que se desdobla a su vez en parejas de términos contrarios: el agua es un símbolo maternal pero deja de ser femenina y cambia de sexo cuando se torna violenta; el agua es una vigorosa corriente que no cesa pero también inmovilidad y silencio cuando se hace profunda; el agua es fuente continua de vida pero también representa la muerte de todas las cosas que vuelven a ella... En julio de 1965, Le Corbusier redactó Rien n’est transmissible que la pensée, el último de sus textos. Escrito a modo de despedida del mundo, con la lucidez que aporta una serena madurez, su testamento intelectual contiene una reflexión sobre la continuidad, regularidad y perseverancia indispensables en toda creación artística y también un juicio retrospectivo sobre la naturaleza ineludible de la existencia –fugaz como un vértigo, a cuyo término se llegará sin darse cuenta–. Una vez más, el maestro ha querido ver la imagen del destino individual del ser humano en el destino implacable de las aguas. Mirad, pues, la superficie de las aguas [...] Mirad también el azul, lleno del bien que los hombres hayan hecho [...], porque al final todo retorna al mar. Un mes más tarde, el 27 de agosto, sucumbía a una crisis cardiaca cuando se bañaba en el Mediterráneo. Le Corbusier desaparecía en este elemento marino, fundamental para él, cuyas aguas representaban la mesura, la pureza, la armonía y la permanencia, tanto de la forma y del espacio como del pensamiento y del espíritu20. |
As
we look closer at the drawings for A. de la Sotas recreational homes in Alcudia, we
find a series of cons
A critical approach to the work of Le Corbusier requires the
construction of diagonal readings to correct the inevitable deformations
concerning his personality and architectural discourse that excessively
specialised discipline-bound research has created. A rigorous approach to
his intense intellectual career, often full of insecurities and paradoxes,
means viewing his busy life as an incessant creative activity devoted to
revealing the encoded reality hidden under the forms. As Gregotti1
noted, no gesture in his work seems to have been decided for purely
aesthetic reasons. To Le Corbusier, inventing meant solving a problem,
converting the form into a crucible of questions, an amalgam of
heterogeneous experiences, in the necessary conclusion to a continuous
search and dense reflection that took complex materials as the starting
point on which to found the ideas that structure the project. Metaphors are one of the most interesting of these materials. Le
Corbusier’s recourse to metaphors is not a superficial excuse but comes
from the profound nature of his observation of things. Metaphor is the
medium that binds together images that partake of both the rational and
the irrational, which emerge from a hyper-sensitive, permeable, poetic
spirit forged by various cultures. For this reason Le Corbusier’s later
metaphors are undoubtedly the most fertile but are also the most
difficult: as time passed they became increasingly opaque and hermetic as
the architect assimilated the multiple influences offered by the different
places he visited. Through metaphor his works ring the changes on such
diverse combinations as machinist slogans and enchanting literary figures,
unusual surrealist echoes and the most ancient voices of the Mediterranean
civilisations or even the dualism of alchemical thought and the immemorial
cosmic myths of Indian religions2. His architectural forms cannot be fully explained without giving due
importance to this device; they might even appear senseless if the
inexhaustible potential contained in the expressive ambiguity of this
trope is omitted. It is therefore essential to resort to his writings and,
above all, his painting (he himself never tired of repeating that this was
where the secret of his architecture lay) to discover valuable keys which
provide access, or more complete access, to the inexhaustible teachings of
his most brilliant and enigmatic works in the constant flow of allegories
and metaphors that fed his imaginary world. We may therefore propose a study of water in the work of Le Corbusier,
as the material that inspired many of his principal metaphors. In this
sense we would be talking about a medium for images or, as Gaston
Bachelard3 defined it, a metapoetics of water. It is not a
matter of recognising a particular group of vague and possibly unconnected
images but of identifying the unity of the element, water, as the
principle on which they are founded. In order to define this task, we must
resort to the poetic fantasy that rose out of the deepest layers of the
architect’s unconscious. Since images of matter are dreamed
independently from those of forms, Bachelard distinguished, in philosophic
terms, an imagination which sustains the formal cause of another, more
intimate imagination which feeds the material cause in such a way that a
sentimental cause must be converted into a formal cause in every plastic
act: art extracts from matter the force of an act that is diluted in the
surface of the form; it is therefore possible to argue for a law of the
four elements that classifies the diverse material imaginations according
to whether they are linked to earth, water, fire or air. This age-old law can be traced back as far as, although it is not
exclusive to, the ancient pre-Socratic cosmogonies that led to the
thinking of the classical Greeks, whose culture so seduced Le Corbusier
because they were accustomed to signifying their ideas with beauty. The
first mythical and poetic words, related to oriental tales, that tell us
how the moist element was present at the origin of the cosmos under the
names of Ocean and Thetis have come down to us through the works of Homer4.
The Ionian physicists, in their desire for rationality, were the first to
embark on analysing the structure of the world of phusis without
referring to mythology. Thales, the first of the physicists, began the
departure from myth by proposing the hypothesis of a material monism where
everything had its origin in water. Heraclitus of Ephesus, on the other
hand, affirmed that the substantial reason of the universe was to be found
in fire and that death consisted of parting with this fire and becoming
moisture. It was Empedocles who postulated the theory of four roots –
and Aristotle who called them elements: earth, water, fire and air –
that combined to form the material composition of the phusis. However, although the only virtue that this partition of the world
holds for us nowadays appears to be the results of its poetic beauty, its
philosophic intention has profound metaphysical connotations. It is true
that the elements are no longer the foundation of any theory, as they lost
all validity as a positive paradigm when Lavoiser’s scientific chemistry
appeared in the 18th century. However, they constitute a
classification of matter, a taxonomy, with an enormous historical and
epistemological charge that still imbues them with great conceptual
efficacy. In this sense, Le Corbusier’s Four Roads (a true
programme of town planning reform for equipping the geographic
macro-scale) constitutes a direct transposition of the theory of the four
elements of nature: the route of earth is age-old, the route of water
is age-old, the route of iron (fire) is a hundred years old, the
route of air has just been born5. Water, as an element, contains in its essence the principle of fluidity
that was so often explicit in the organisation of his floor plans and free
façades. It is the idea of a particularly fluid, homogeneous, serene,
silent medium, a material that is at the same time closed and infinite in
which bodies float, brushing past and avoiding each other in perpetual
motion. The world of imperturbable silence, like that which lies beneath
the deep waters, is that of the religious architecture of Ronchamp and La
Tourette. As Cyrille Simonnet pointed out, the first sketches for these
buildings show a kind of aquarium, a giant nave on pilotis that might
perhaps also represent a Noah’s Ark deposited on a natural world washed
free of all corruption. The mesoform imagination of water, in other words its gift for
combining with the other three elements, also gives rise in Le Corbusier
to different plastic attitudes6: terrace-gardens, gargoyles and
chimneys, authentic protagonists of his formal language, express the ways
in which the hermetic boxes of his buildings absorb or evacuate the liquid
element. Water and its complementary element, earth, combine to form a paste, a
viscous element that carries an entire biology within it. On the roof
garden the earth drinks, soaks up and filters the water, drawing nutrition
from it. The seminal water brings the germs deposited on the layer of
earth to fruit and unleashes a healthy, chlorophyll chemistry that
produces the grass and flowers which protect the building’s users. Water and its opposite element, air, set up a phenomenon of rejection,
a flow that spouts out feverishly in its desire to return to the
landscape. In this case the water is expelled by the building through a
singular sculptural display: the gargoyle. This feature, comfortably
integrated into his architecture, is the logical conclusion of a roof that
Le Corbusier had already designed as an original hydraulic problem. Let us
consider for a moment the curious design to collect the water at the
customs post of Kembs-Niter, next to the Rhone-Rhine canal, or the roofs
of the palaces in Chandigarh’s Capitol complex which, reworking the
lightness of the cable suspension in the traditional tents of the Moghul
empire, seek the precise slope required to expel the water through the
gargoyles strategically placed over the ponds. On the Ronchamp hill the sacred dimension of a place that was also
associated with ancient pagan religions provides a second metaphor, that
of the purity of water. Water becomes a precious good of which not a
single drop must be wasted. Le Corbusier returns it to nature with a
careful gesture intended to offer thanks for its beneficial actions. The
roof of the Chapel acts as a great lock, collecting the rainwater and
pouring it like a propitiatory libation through a giant double-pipe
gargoyle into a tank made up of a curious assembly of pyramids, a
reservoir in which Frampton7 has seen a reminder of the
excavated pit of the Roman mundus. Finally, water and its contradictory element, fire, give rise to
vapour, evoked by the hyperboloid of the Assembly in Chandigarh. Its
emphatic form recalls that of a refrigeration tower. They can also be
divined in the robustly plastic volumes of the Unité d’habitation chimneys
in Marseilles. Let us pause to examine other aspects of this building. Everyone knows the celebrated metaphor of the stilt house recreated by
Le Corbusier’s famous purist villas, respectfully set down in natural
surroundings that remain intact. No more need be said, but if the
Marseilles Unité is analysed in terms of the same metaphor it
reveals a clear evolution of Le Cobusier’s syntax: the slim, fragile
pilotis of the Villa Savoye, associated with the quiet waters of lake
buildings, are here transformed into powerful anchors, muscular supports
that seem to be designed like breakwaters to withstand the fury of the sea
or the excessive force of a mountain torrent. However, if there is one
illusion that typifies the Marseilles building it is the metaphor of a
boat. Much has been written about this allegory that Le Corbusier loved
and used so much. It has been read as a representation of the autonomy of
the place, an exaltation of the essentiality of the technique or of the
fluidity with which a boat moves, cutting though the pulsing waves. Here
we will give priority to its poetic singularity and come back once more to
The four roads. One of the most beautiful and dream-like images in
this book, similar to that which Antonioni thought up for a scene in Red
Desert (1964), describes the boats that would cleave the waters of the
hypothetical Canal de Deux-Mers, slipping behind the trees and
between the vineyards and brushing by the fields of wheat rippling in the
wind. In this same text, this time referring to the sea, Le Corbusier
reveals the lyrical quality this metaphor encloses: there is an eternal
poetry in ships on the oceans. What is the reason for this emotion? It may
be because all the sky is above us, it is reflected in the waves, it wraps
around everything like a blue and mother-of-pearl shell. We have this
feeling of space and of fluid materials8. Indeed, in the words of Valéry, sea and sky are the inseparable
objects of the widest gaze; the simplest, the most free in appearance, the
most changing in the entire extension of its immense unity; even so, they
are the ones that most resemble each other9. It was certainly the waters of a sea, the Mediterranean, the sea of
Homer and of Phidias, that captivated the spirit of Le Corbusier and
aroused the sensuality that the cold snows of the Jura had hitherto denied
him. Over the years I have become a man of the world. I have travelled
over the continents yet I have only one deep tie: the Mediterranean. Its
waters are queen of forms, of light and of space. The decisive event was
my first contact, in 1910, in Athens. Decisive light, decisive volume: the
Acropolis10. It was also these waters, excited by the sun,
that changed his original achromatism and created the colours of Greece,
the colours of Le Corbusier. One of Le Corbusier’s best drawings of the Acropolis shows the
Parthenon in silhouette against a horizon bounded by the mountains and the
sea. It is not just a landscape drawing but rather a powerful intuition of
the basic geometrical relationship of the temple with its surroundings
that the master constantly turned to throughout his life. Its vertical
form and the horizon of the sea form a right angle. Crystallisation,
fixation of the site. This is a place where a man stops because there is
total harmony, a magnificence of relations and of nobility. The vertical
establishes the meaning of the horizontal. The one lives because of the
other11. As we know, the plane defined by the water is the
only perfectly horizontal plane in nature (and therefore the most abstract12).
In Le Corbusier’s projects for cities beside the sea (about half of his
town planning work) it defines the place to be occupied by their neuralgic
centre, the Cité d’Affaires. The skyscrapers are laid out along
the sea and form a right angle with its surface, becoming lighthouses that
guide the view from the boats as they approach the port. Barcelona,
Algiers, Nemours and, above all, Buenos Aires, where the buildings are
literally on the sea, are the best examples of this mythical-poetic
relationship. Another great allegorical figure of the water, the law of meander,
was revealed to Le Corbusier by chance as he flew over the main rivers of
Brazil. He formulated it as a miraculous symbol with which to
introduce his architectural and town planning proposals of the thirties
(do not river meanders actively distinguish the zoning of the city in his
plans for the Ville Radieuse?). However, the law of meander
can also be interpreted as an aquiferous metaphor for life and destiny: in
Heraclitus’ perception the aphorism of the truth contained between
the two banks13 represents the difficulties of creative
thinking which, like the inevitable meandering curves formed by the
currents of the river, eventually always encounters the most natural path
by which to make its way to the sea. Related in a way to the above but returning to the Mediterranean,
another of his works, the project for the Venice Hospital, contains more
profound allusions under the more obvious metaphor of the impluvium of its
courtyards over the sea. Le Corbusier wrote of this city: Venice is a
whole. It is a unique phenomenon of conservation, of total harmony, of
integral purity and of unity of civilisation. It has preserved itself
intact for the simple reason that it is built on water. The water has not
changed and neither has Venice, it has preserved itself entire. [...] The
water surrounds everything, it defends and paralyses it at one and the
same time14. The Hospital is a new building that wisely
accepts the historical typologies in order to integrate itself into the
perfect unity of a city stopped in time, like the stagnating waters of its
lagoon. Despite its novelty there is a funereal aura to this project: dead
waters are the only ones that do not change; neither does Venice. The
duality is obvious: novelty and exquisite decadence. Moreover, the
Hospital is a container for antithetical functions: the paediatric
services and the funeral chapel, alpha and omega, transcribe the closed
unity and duality of the water as an element: the continuous birth that
bubbles from the springs and the inevitable death of the rivers as they
reach the sea. To continue this look at some of Le Corbusier’s most
thought-provoking water metaphors, particular attention must be paid to
Chandigarh. The importance of the physical use of this element is shown by
the artificial lake that Le Corbusier designed to regulate the climate
when he prolonged the Boulevard of the Waters and by the famous
reservoirs of the Capitol. These were probably inspired by the Pinjore
gardens, which the architect knew and had drawn. However, the real
presence of the water and the hydrographic problems acquire a profound
symbolic charge in this work. In the Capitol Le Corbusier set up an
optical and topographical fight to the death with the only two existing
physical reference points: the extensive plane of the site and the
implacable presence of the first peaks of the Himalayas in the background.
In order to rival nature, the enormous blocks of the palaces are separated
excessively, fracturing the human dimension of the scale. This grandiose
composition obliged Le Corbusier to fill the space virtually and he
therefore tried to correct the excessive distance between the buildings by
laying out sheets of water with surfaces that duplicate the architecture
as though in a mirror. However, it is not only the reflected image of the
palaces that appears on the water of the pools but the whole sky that is
seen there. It would seem that the objects lack the will to be
reflected. What is left, then, is the sky and the clouds, which need the
whole lake on which to paint their drama15 ... The effect,
augmented by the differences in level and the modelling of the artificial
hills, is the contrary: the discontinuities and ruptures are accentuated
and demonstrate the desolation of the Capitol, the immensity of an empty
space peopled by absences; solitude and silence thus acquire cosmic
connotations in this place. The metaphorical richness of Le Corbusier’s last works is due, in
William Curtis’ opinion, to a confrontation between radical innovation
and an increasingly powerful attraction to the archaic world, based on fundamental
human acts linked to the cosmic elements: the sun, the moon, water, seeds,
the earth bearing fruit16. From the thirties onwards,
particularly after the Second World War, Le Corbusier gradually
relinquished the existential crutch provided by the certainties of the
positivist modern movement and subjected his cultural roots and his own
spiritual values to scrutiny. His discovery of the Indian reality became
an exercise in introspection that took him back in time to the absolute
truths of which he had already had a intuition forty years earlier, in
Athens and Istanbul, on his initiatory Voyage d’Orient. India
penetrated his spirit with a plurality of forces that inevitably caused a
convulsion in his formal codes. Tafuri has quite rightly interpreted
Chandigarh as a heartrending struggle of giants where what still survived
of his first convictions heroically squared up to the figures born from
listening to indescribable languages17. At this cultural
crossroads Le Corbusier encountered no option other than to let the
battle speak and poured all his talent into building symbols with
which to enter into a dialogue with time, nature and being: the tree of
life, the serpent, wheat, the scales of justice, the white bull in whose
form Zeus abducted Europe on the coasts of Tyre (a dual representation,
linked to both water and the sun) which is now Shiva’s animal, sun
wheels, pagan allegories of the sun and the tides, the alchemist’s round
of the seasons, the Open Hand and the Modulor are some of the
intellectualised icons by which Le Corbusier confronts the traditional
cosmologies with a contemporary metaphysics. From this point of view the Porte
Émail The outer side of the door is divided in two by the line of the horizon. Above it Le Corbusier drew the cosmos with the ineluctable course of the sun in winter and in summer, the ellipsis traced by the earth and the moon revolving around it, the daily rhythm of the days and the twenty-four hours of the solar day, the patterns of the solstices and the curves of the equinoxes. On the right hand the painting shows the world before mankind, starting with water. Two inverted yellow- coloured pyramids19 – reminiscent of those of the Ronchamp cistern – symbolise the beneficent descent of the water: vapour is condensed into rain and gives rise to the paths of the rivers that run towards the sea. Under this motif there is a map of the rivers of Europe and of the Indus and the Ganges. The strange perspective of this mural – as seen from an aeroplane but recreated in the details of the interspersed objets à reaction poétique – is an anticipation of the view of the planet from space that astronauts would have, described by Le Corbusier in Précisions as a giant oeuf poché where the folds of the continents and the green of their woods are highlighted on the immensity of the oceans. Observed from this angle, water is revealed as the main organ of the world. On the left of the composition the opposite movement to that of the river making its way to the sea is represented. Here it is an ascending flow, a kind of history of evolution (or alchemical process) from the most primitive marine species, molluscs and fishes, which are seen swimming upstream, to man, whose silhouette stands out on the line of the horizon, forming a right angle between them. Above the man an eagle, symbol of spiritual ascent and eternal return, rises up into the sky. The same images: the sea, the sun and a bird, that had already been painted on one of the Ronchamp windows. Of all the motifs woven into the door those associated with the sun and water are the most insistently repeated. The texts that clarify these images can be discovered in La Ville Radieuse and in the preface to Précisions that foreshadows the hymn to the sun in the Poème de l’angle droit, a book that was clearly inspired by alchemical thinking. Le Corbusier’s interest in alchemy was discussed extensively by Frampton in his recent monograph on the architect: he attaches such importance to it that he devotes an entire chapter to studying this subject. Le Corbusier’s leaning towards hermetic subjects, in which he sought a source of spiritual motivation in the second half of his life, is patent in the Porte Émail and one of the main icons of alchemy, the seven-branched tree, occupies a predominant position in this painting, becoming the axis around which the door revolves. For Le Corbusier, as they had been for the Greeks before, sun and ocean, fire and water were the most important elements, to which the other two refer. Aristoteles already held that Empedocles’ four roots were not distinct and complete in themselves but had common properties and could change into each other by a process in which a qualitative change in material took place. Fire is hot and dry, air hot and wet, earth cold and dry and water cold and wet. As a result, at a deeper level, the principles are reduced to the two properties of hot and wet and their opposites. Heat is due to fire and cold to water. Therefore, as each other’s opposites, water and fire are the fundamental materials. In alchemy the two opposite elements, fire and water, correspond directly to the two basic metals, sulphur and mercury, the one combustible and the other liquid. These in turn represent the male and female principles of the universe. The old alchemists understood that the fusion of these two opposite principles gave rise to a third, the alchemical hermaphrodite – a recurring theme in Le Corbusier’s painting – which symbolises the triumph of spirit over matter through gnosis, the enlightenment of knowledge. Le Corbusier instinctively felt an intimate link between his Manichean interpretation of the world and the ancestral duality of alchemy that he illustrated in Fusion, the fourth panel of the Poème, which is red like the rubedo, the highest stage in the process of transmutation. As in alchemical philosophy, the architect’s thinking worked through a dialectic force that brought interdependent opposite terms face to face. There is a parallel between the opposing elements of fire-water, sulphur-mercury, sun-ocean and the pairs of conceptual poles nature-culture, rational-irrational, machine-life, Apollo-Medusa, orthogonal-organic, vertical-horizontal, architect-engineer, day-night: reciprocally drawing value from their opposition, they sustain the duality in which Le Corbusier’s discourse moved. Frampton has even interpreted Le Corbusier’s possible suicide at Cap-Martin as the fulfilment of a dream, prophesied by the architect: the final sublimation of the body in the female element of the ocean swimming towards the male sun. This is not all. The main dichotomic figure in the alchemical tradition is Mercury, the wise carrier of secrets and legendary founder of the hermetic way. His main symbol, the caduceus, the wand with two serpents wound around it, reappears disquieteningly in Le Corbusier’s Modulor-Man, as Frampton noted. The references we have to this demiurge show him in two successive incarnations: as lord of the underground world and as dematerialised airy principle that rises from the earth into the sky and back downwards in the course of the same cycle in order to unite what is above with what is below, as the famous hermetic aphorism dictates. Consequently, extending these parallels still further, we see that the images of water in the Porte Émail have much in common with the cycle of the aqua mercurialis; the watery cycle of life or continuous movement of water in the atmosphere and the earth which - since the quantity of water that exists on the planet remains practically constant - involves an eternal rise and fall as a result of the interaction between the sun and the ocean. In La Ville Radieuse Le Corbusier says: Here is a 24-hour long day, packed, varied, admirable, beneficent. At night everything is asleep. The water, infinitely shared out, performs its charitable gesture: everything is drenched. At 0400 the sun appears on the edge of the plain, the dew is on the grass, in the hollow of each leaf. Since the sun went away yesterday afternoon the coolness has made drops on the earth out of what was no more than water vapour in the air. At 0800 the dew abandons the earth, the sun is up and calls the water away [...] Midday is the hour of the glorious sun. Its arrows strike the ground directly and light bonfires [...] At 1700 the lightning breaks out, followed by immense thunderclaps. Everything is terror, downpours: the darkness surrounds this unleashing. The animals are afraid [...] At 1800 the earth is drenched. The sky is clear. The sun is silhouetted as it approaches the horizon [...] Two elements have played the magnificent game together: male and female. Sun and water. The dual metaphor of the aqua mercurialis reveals itself to be a very fertile one for Le Corbusier as the union of water and fire, sexualised in their opposition, is joined by the ambivalence of the liquid element, which also doubles up into pairs of opposites: water is a maternal symbol but ceases to be female and changes sex when it becomes violent; water is a vigorous unceasing current but is also stillness and silence when it is deep; water is the continuous spring of life but also represents the death of all the things that return to it... In July 1965 Le Corbusier wrote the last of his texts, Rien n’est transmissible que la pensée. Written as a kind of farewell to the world, with the lucidity conferred by serene maturity, his intellectual testament contains a reflection on the continuity, regularity and perseverance that are indispensable to all artistic creation as well as looking back over the inescapable nature of existence, as fleeting as a dizzy turn, its end reached without noticing. Once again the master saw the image of the individual destiny of the human being in the implacable destiny of the waters: Look, then, at the surface of the waters [...] Look also at the blue, full of the good that men have done [...], because in the end everything returns to the sea. A month later, on 27th August, Le Corbusier died of a heart attack while bathing in the Mediterranean. He disappeared into the marine element that was so essential for him, whose waters represented measure, purity, harmony and permanence, both of form and space and of the mind and spirit20. |
Notas y referencias bibliográficas 1. V. Gregotti, Un Le Corbusier più prossimo. Casabella nº 531-532, enero-febrero de 1987. 2. W. Curtis, Le Corbusier, Ideas y Formas. Editorial Hermann Blume. Madrid, 1986. 3, 15. G. Bachelard, L’eau et les rêves. Essai sur l’imagination de la matière. Éditions José Corti. París, 1942. 4. Le Corbusier, admirador de los poemas homéricos, ilustró en 1955 algunos pasajes de la Ilíada. 5, 8, 14. Le Corbusier, Por las Cuatro Rutas. Gustavo Gili. Barcelona, 1972. 6. C. Simonnet, Le Couvent de La Tourette face aux éléments. Conferencia impartida en la villa La Roche en junio de 1991 (FLC). 7, 13. K. Frampton, Le Corbusier. Akal Arquitectura. Madrid, 2000. 9. P. Valéry, Piezas sobre arte. La balsa de la Medusa. Visor. Madrid, 1999. 10. Le Corbusier y Jean Petit, Le Corbusier lui-même. Rousseau. Ginebra, s.f. 11. Le Corbusier, Précissions sur un état présent de l’architecture et de l’urbanisme. V. Fréal. París, 1930. 12. A. Capitel. Inspiración ilusoria en la arquitectura corbusierana. Revista del COAM nº 323, 1t de 2001. 16. Extracto de la intervención de Le Corbusier en el VII CIAM de Hoddesdon en 1951. 17. M. Tafuri, Machine et mémoire. En Le Corbusier, une encyclopédie. Centre Pompidou. París 1987. 18. La Puerta Esmaltada ha sido objeto de un exhaustivo trabajo del historiador danés Morgens Krustrup (Porte Émail. Arkitekten Forlag. Copenhage, 1981) basado en los estudios psicoanalíticos de Jung (Psicología y Alquimia) y en los análisis de los temas alquímicos presentes en la pintura de Le Corbusier desarrollados por R. Moore. 19. En algunos cuadros de la serie Taureau las mismas pirámides invertidas aparecen sobre la línea del horizonte. 20. Como homenaje póstumo y solemne, en su tumba de Cap-Martin se depositó tierra de la Acrópolis y sus cenizas fueron rociadas con el agua sagrada del Ganges. Notes and bibliographical references [Translator: all quotations are translated from the Spanish. English titles given below are for information only and there may be other translations]. |